--¿Y el señor de D'Artagnan?
--Sólo acompañaba a Athos hasta aquí; me vuelvo a París
con Porthos.
--Corriente --dijo éste.
Acercaos, hijo mío --añadió el conde ciñendo suavementay
con su brazo el cuello de Raúl para atraerlo a
la carroza, y dándole un nuevo beso. Y volviéndose hacia Grimaud,
prosiguió --Oye, te vuelves a París con
tu caballo y el del señor de Vallón; Raúl y yo subimos
a caballo aquí, y dejamos la carroza a esos dos caba-
lleros para que tornen a la ciudad. Una vez en mi casa, reúne mis ropas
y mis cartas, y envíamelas a Blois.
--Señor conde --dijo Raúl, que ardía en deseos de hacer
hablar a su padre, --ved que si volvéis a París
no hallaréis en vuestra casa ropa blanca ni cuanto es necesario, y eso
os será por demás incómodo.
--Creo que tardaré mucho tiempo en volver, Raúl. Nuestra última
estancia en París no me alienta a vol-
ver.
Raúl bajó la cabeza y no habló más.
Athos se bajó de la carroza y montó el caballo de Porthos.
Después de mil abrazos y apretones de manos, y de reiteradas protestas
de amistad imperecedera, y de
haber Porthos prometido pasar un mes en casa de Athos tan pronto se lo permitieran
sus ocupaciones, y
Atagnan ofrecido aprovechar su primera licencia, este último abrazó
a Raúl por la postrera vez, y le dijo:
--Hijo mío, te escribiré.
¡Qué no significaban estas palabras de D'Artagnan, que nunca escribía!
A ellas, el vizconde se sintió en-
ternecido, y, no pudiendo refrenar las lágrimas, se soltó de las
manos del mosquetero y partió.
D'Artagnan, subió a su carroza, en la cual ya se había instalado
Porthos.
--¡Qué día, mi buen amigo! --exclamó el gascón.
--Ya podéis decirlo --replicó Porthos.
--Debéis estar quebrantado.
--No mucho. Sin embargo, me acostaré temprano, a fin de estar mañana
en buenas disposición.
--¿Para qué?
--Para dar fin a lo que he empezado.
--Me dais calambres, amigo mío. ¿Qué diablos habéis
empezado que no esté concluido?
--¡Hombre! como Rául no se ha batido, fuerza es que yo me bata.
--¿Con quién? ¿con el rey?
--¡Como con el rey! --exclamó Porthos, en el colmo de la estupefacción.
--Con el rey he dicho.
--¡Ca, hombre! con quien voy a batirme yo es con Saint-Aignán,
lo hacéis contra el rey.
--¿Estáis seguro de lo que afirmáis? --repuso Porthos abriendo
desmesuradamente los ojos.
--¡No he de estarlo!
--¿Pues cómo se arregla eso?
--Ante todo veamos de cenar bien, y os îío que la mesa del capitán
de mosqueteros es agradable. A ella
veréis sentado al gentil Saint-Aignán, y beberéis a su
salud.
--¿Yo? --exclamó con horror el coloso.
--¡Cómo! ¿os negáis a beber a la salud del rey?
--Pero ¿quién diablos os habla del rey? Os hablo de SaintAignán.
--Es lo mismo --replicó D'Artagnan.
--Así es distinto --repuso Porthos vencido.
--Me habéis comprendido, ¿no es verdad?
--No --respondió Porthos, --pero lo mismo da.
--Decís bien, lo mismo da --dijo D'Artagnan: --vámonos a cenar.
LA SOCIEDAD DE BAISEMEAUX
No ha olvidado el lector que D'Artagnan y el conde de La Fere, al salir de la
Bastilla, dejaron en ella y a
solas a Aramis y a Baisemeaux.
Baisemeaux tenía por verdad inconcusa que el vino de la Bastilla era
excelente, era capaz de hacer hablar
a un hombre de bien: pero no conocía a Aramis, el cual conocía
como a sí mismo al gobernador, y contaba
hacerle hablar por el sistema que este último tenía por eficaz.
Si no en apariencia, la conversación decaía, pues Baisemeaux hablaba
únicamente de la singular prisión
de Athos, seguida inmediatamente la orden de remisión.
Aramis no era hombre para molestarse por cosa alguna, y ni siquiera había
dicho aun a Baisemeaux por
qué estaba allí.
Así es que el prelado le interrumpió de improviso exclamando:
--Decidme, mi buen señor de Baisemeaux, ¿no tenéis en la
Bastilla más distracciones que aquellas a que
he asistido las dos o tres veces que os he visitado?
El apóstrofe era tan inesperado, que el gobernador quedó aturdido.
--¿Distracciones? --dijo Baisemeaux. --Continuamente las tengo, monseñor.
--¿Qué clase de distracciones son esas?
--De toda especie.
--¿Visitas?